Para muchos, quizá el Rosario sea uno de los asuntos sobre los que ya no hay nada más que decir.
Se trata de una oración magnífica, es innegable. Sin embargo, ¿qué rincón habrá en ese esplendoroso palacio aún no minuciosamente explorado, cartografiado y catalogado por la cohorte de santos y teólogos que, hasta el presente, se han aventurado a entrar en él? ¿Qué podría motivarle a alguien el escribir unas cuantas páginas sobre este tema si están destinadas a perderse en medio de los miles —millones, tal vez— que le precedieron?
Aunque esas indagaciones tengan algo de verdadero, no expresan la realidad completa. Jesús compara a un escriba que se hace discípulo del Reino de Dios con un padre de familia que va sacando de su tesoro cosas nuevas y viejas (cf. Mt 13, 52). De manera análoga, todo lo que la Santa Iglesia ha engendrado a lo largo de los siglos posee siempre una aplicación para el presente, la cual les cabe a los católicos manifestarla.
En este sentido, el Rosario es extremadamente actual y no parece difícil demostrarlo. No obstante, para darle el debido valor a las «cosas nuevas» de dicho tesoro, será necesario contemplar antes los quilates de algunas joyas de venerable antigüedad que lo componen.
La excelencia del Santo Rosario según los Papas
¿Conocemos, de hecho, el enorme poder de esa oración aparentemente tan simple, tan sencilla, tan accesible, tan difundida por la devoción popular?
Sin duda, recurrir al magisterio pontificio nos servirá de fundamento para tener una firme idea al respecto.
Los Papas la calificaron de «oración perfecta»,1 «compendio de la doctrina evangélica»,2 «noble distintivo de la piedad cristiana»,3 «dulce cadena que nos liga con Dios, vínculo de amor que nos une a los ángeles, torre de salvación en los asaltos del infierno»,4 «garantía cierta del poder divino, apoyo y defensa de nuestra esperada salvación».5
El Rosario «despierta en el ánimo de quien reza una suave confianza»,6 reanima la fe católica, hace revivir la esperanza e inflama la caridad, conserva la castidad e integridad de vida.7 En suma, es «la gran defensa contra las herejías y los vicios»8 y «el camino para alcanzar la virtud».9
Los teólogos le conceden la primacía
La Virgen revela la devoción del Rosario a Santo Domingo de Guzmán – Parroquia de Riquewihr (Francia)
Pero si los abrumadores elogios de los Papas no bastaran para convencernos de que el Rosario constituye la oración «más hermosa, más rica en gracias y gratísima al corazón de María»,10 podemos recurrir también a los doctores. Hay una razón teológica de gran belleza que justifica la elevada posición que ocupa esta plegaria con relación a las demás.
Grosso modo, las formas de oración se dividen en dos bloques: la vocal y la mental. Si empleamos una analogía con el ser humano, diríamos que la primera está para la segunda más o menos como el cuerpo lo está para el alma. En la oración vocal, las palabras que utilizamos para dirigirnos a Dios —sean sacadas de un misal o de un breviario, en el caso de una oración oficial, o incluso de un libro, una estampa o cualquier otra fuente— componen el elemento «material» de la plegaria, con el cual se estimula la oración mental. Esta última, por su parte, es propiamente la elevación de la mente a Dios, es decir, se produce cuando el hombre emplea su inteligencia y su corazón para contemplar y amar las realidades celestiales, con el auxilio de la gracia.
Ahora bien, entre las oraciones vocales, ¿cuál habrá más excelsa que el padrenuestro, compuesto por el propio Hombre Dios (cf. Mt 6, 9-13), la salutación angélica (cf. Lc 1, 28.42) y el gloria al Padre, en honor a la Santísima Trinidad? Y en el campo de la oración mental, ¿qué tema más sublime hallaremos para meditar que no sean los misterios de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, contemplados a lo largo del Rosario?
Por lo tanto, conforme resume el renombrado teólogo fray Antonio Royo Marín, OP, esta oración «encierra las ventajas de la oración mental y de la vocal en el grado objetivamente más perfecto posible».11
Un gran misterio de la Historia
Otro elemento —quizá aún más sublime que los precedentes— también justifica la grandeza del Rosario: su origen. No yerran los que creen que esta devoción ha bajado del Cielo y ha sido entregada a los hombres personalmente por la Santísima Virgen. Sin embargo, hay controversias sobre si fue o no revelada a Santo Domingo.
La Historia, siempre sujeta a los documentos que sobrevivieron al tiempo, se limita a decir que, en lo que respecta al origen del Rosario, existe un gran misterio. No hay registros del siglo XIII que certifiquen que haya sido Santo Domingo el iniciador de esta devoción, dado que aparece en la pluma de los Papas y de los escritores únicamente a partir del siglo XV. Los precedió tan sólo la piedad católica, la cual, por cierto, siempre antecede de algún modo la proclamación oficial de las más bellas verdades de la mariología.
De hecho, mucho tiempo antes del nacimiento del santo predicador ya existía una piadosa costumbre de rezar ciento cincuenta veces la avemaría en sustitución de los salmos de David, los cuales se rezaban en los primeros tiempos de la Iglesia; eso hizo que la oración se conociera como El Salterio de María.12 Solamente en el siglo XIII —época en que Santo Domingo desarrolló su apostolado— esta práctica se difundió por toda la cristiandad, cuyos principales divulgadores fueron precisamente los dominicos. ¿Mera coincidencia? Nuevamente, un misterio…
La única fuente capaz de proporcionarnos algún dato al respecto —menos a fin con los espíritus incrédulos— es la voz de la mística, la cual, sobre todo en la persona del Beato Alano de la Roche, presenta una narración toda ella hecha de espíritu maravilloso. ¿Será enteramente verídica? La incógnita sigue y tal vez permanezca hasta el fin de los tiempos… No obstante, lo cierto es que el relato del religioso dominico es de tal manera acorde con la vocación profética de Santo Domingo que si en él hay algo incongruente con la realidad, somos llevados a pensar que, probablemente, los acontecimientos hayan ocurrido de un modo aún más sublime.13
Narración del Beato Alano de la Roche
Mucho empeño había puesto Santo Domingo de Guzmán en su intento de convertir a los herejes albigenses, que terriblemente venían devastando Europa desde el siglo XII, sobre todo en la región de Languedoc, al sur de Francia. Sin embargo, su dedicación no había conseguido muchos frutos, pues día a día iba creciendo el número de los que adherían a la secta cátara.
Desolado, el fiel devoto de María se retiró a un bosque cerca de Toulouse, a fin de rogar a los Cielos que pusiera término a esa calamidad. Después de tres días de ayunos y sacrificios, ya no le quedan fuerzas y desfallece.
En el momento en el que su físico alcanza el extremo límite de sí mismo es cuando María Santísima se acerca, envuelta en una intensa luz, y le pregunta:
—¿Sabes, mi querido Domingo, de qué arma se vale la Trinidad Santísima para reformar el mundo?
—Vos lo sabéis mejor que yo —le responde, maravillado, Santo Domingo.
Santo Domingo de Guzmán - Real Monasterio de Santo
—Pues sabe que la principal pieza de combate es la salutación angélica, que es el fundamento del Nuevo Testamento. Si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos, reza mi salterio.
Tras estas palabras, comienza de repente una furiosa tormenta. Rayos, truenos, una lluvia torrencial y temblores de tierra. Llevados por el miedo, los habitantes de la ciudad se refugian en la catedral, al son de las campanas que milagrosamente repican solas.
La tempestad dura bastante tiempo y únicamente para con las oraciones de Santo Domingo, el cual ya se encuentra en la catedral, delante de todos. Consolado por el auxilio de la Reina de los ángeles, les anuncia entonces el Santo Rosario. Casi toda la población de Toulouse lo acepta y abandona sus malas costumbres.14
Así, en medio de milagros estupendos habría surgido esta devoción, dádiva traída desde el Cielo, para beneficio de los hombres, por la propia Virgen María.
El Rosario en momento de crisis
¿Qué importancia tiene eso para el momento presente?
Las horas llave de la historia del Rosario fueron justamente aquellas en las que la calamidad se presentaba más grande. En el período de Santo Domingo, la fe se veía amenazada por la herejía albigense y el santo se valió del Rosario para salvar la ortodoxia. En Lepanto, la estructura visible de la Iglesia y de la civilización cristiana se encontraba al borde del colapso. El Rosario de San Pío V impetró, para Don Juan de Austria, la misma victoria que los brazos de Moisés, extendidos en lo alto del monte, conquistaron para Josué ante los amalecitas (cf. Éx 17, 8-13).
Tanto en un caso como en el otro, la garantía de la victoria fue la insigne devoción.
Poderosa arma para nuestros días
Actualmente la fe y la Santa Iglesia parecen estar tan o más amenazadas que en aquellos tiempos. Sus peores enemigos ya no se sirven de argumentos claros en discusiones abiertas, ni luchan con armas de hierro o de fuego, sino que se aprovechan de la sombra para crecer, de la ambigüedad para conquistar y del relativismo para demoler.
Debemos, por tanto, echar mano de todos los medios a nuestro alcance para hacer frente a esta crisis y el Rosario, como hemos visto, puede conquistar la intervención de Dios en los acontecimientos.
De la misma forma que Santo Domingo y San Pío V se valieron de él como un «arma para derrotar a los enemigos de Dios y de la religión»,17 así también los fieles de hoy, equipados con ese mismo instrumento de guerra, conseguirán destruir fácilmente los monstruosos errores e impiedades que por todas partes se levantan.18
No es sin razón que María Santísima, en dos ocasiones —en Lourdes y en Fátima— preceptuó que todos los hombres lo rezaran. En Cova da Iria —por cierto, durante la aparición de octubre— la Virgen afirmó: «Yo soy la Señora del Rosario». Bajo esta bandera vencieron los cristianos en el pasado y bajo ella vencerán hoy y siempre. ◊
Autor: João Luís Ribeiro Matos
Notas
1 BENEDICTO XV. Carta «Di altissimo pregio», 18/9/1915.
2 LEÓN XIII. Amantissimæ voluntatis.
3 LEÓN XIII. Supremi apostolatus.
4 PÍO XI. Breve apostólico, 20/7/1925.
5 PÍO XII. Carta «Philippinas insulas», 31/7/1946.
6 LEÓN XIII. Iucunda semper.
7 CF. PÍO XI. Ingravescentibus malis.
8 BENEDICTO XV. Carta «In cœtu sodalium», 29/10/1916.
9 PÍO XI. Breve apostólico, 20/7/1925.
10 PÍO IX. Carta «Pium sane», 24/3/1877.
11 ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María. Teología y espiritualidad marianas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 467.
12 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Le secret admirable du très Saint Rosaire. Montreal: Librarie Montfortaine, 1947, pp. 14-15.
13 Cf. GETINO, Luis G. Alonso. Santo Domingo de Guzmán. Madrid: Biblioteca Nueva, 1939, pp. 172-185.
14 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, op. cit., pp. 2-4. Este opúsculo del gran autor mariano fue alabado por San Juan Pablo II como «preciosa obra sobre el Rosario» (Rosarium Virginis Mariæ, n.º 8). Cabe notar también que el Beato Alano y San Luis Grignion fueron los principales apóstoles del Rosario en Francia, como subraya el teólogo dominicano Réginald Garrigou-Lagrange (cf. La Madre del Salvador y nuestra vida interior. 3.ª ed. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1954, p. 266).
15 Como suele ocurrir con personajes antiguos, existe divergencia entre los autores sobre el año de nacimiento de Santo Domingo. El dato de que hubiera nacido a finales de 1171 lo hemos sacado de la colección ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2005, v. VIII, p. 197.
16 La celebración de Nuestra Señora del Rosario fue instituida por San Pío V en acción de gracias por el triunfo de las armas cristianas en el golfo de Lepanto, ocurrido el 7 de octubre de 1571, mientras las cofradías de Roma celebraban procesiones del Rosario, una de ellas presidida por el propio sumo pontífice. Originalmente, sin embargo, se invocaba a María Santísima como Señora de las Victorias, lo que poco a poco se fue sustituyendo por Nuestra Señora del Rosario. En 1716 Clemente XI extendió la conmemoración a la Iglesia universal. León XIII la introdujo en la liturgia y San Pío X la fijó definitivamente el 7 de octubre (cf. ROYO MARÍN, op. cit., p. 507).
17 PÍO XI. Ingravescentibus malis.
18 Cf. PÍO IX. Egregiis, 3/12/1856.