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Santos

San Esteban – Primer mártir

Destacándose entre las más arrebatadoras páginas de la Sagrada Escritura, el noble holocausto del protomártir de la Iglesia se reviste de un brillo aún mayor, al ser considerado a la luz de estos tocantes comentarios del Dr. Plinio.

Después de conmemorar las alegrías radiantes de la Navidad, la Iglesia celebra el 26 de diciembre la memoria de San Esteban, su primer mártir. El holocausto de este extraordinario héroe de la fe es así narrado por los Hechos de los Apóstoles:

En aquellos días, Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, hacía prodigios y grandes milagros entre el pueblo. Algunos de la sinagoga, llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con Esteban. Pero no pudieron resistir a la sabiduría y al Espíritu que lo inspiraba. (…)

Oyendo estas palabras, sus corazones fueron heridos por el odio y rechinaban los dientes de rabia. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, elevó los ojos al Cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: «Veo el Cielo abierto y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios».

Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él. Y arrastrándolo afuera de la ciudad, lo apedrearon. Los testigos, dejando sus capas a los pies de un hombre llamado Saulo, se pusieron también a apedrear a Esteban, que rezaba y decía: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Luego, cayendo de rodillas, gritó con voz fuerte: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y con estas palabras, durmió en el Señor.

Prodigios que suscitan el odio de los malos

Esta narración es de una extrema belleza, y cada frase merecería un comentario propio, pues la escena se desarrolla en lances sucesivos, con significados peculiares.

El primer hecho es que Esteban obra maravillas, definidas por el Libro Sagrado con un lenguaje tan lleno de imponderables, que nos deja encantados. Ya en el inicio encontramos una bonita expresión, empleada para indicar la virtud del santo: «lleno de gracia y de fortaleza».

Es decir, era un hombre en la plenitud de su vigor – no sólo de ánimo, sino también sobrenatural, de la gracia que actúa en él -, realizando prodigios y milagros entre el pueblo. Ahora bien, en vista de esos hechos espectaculares, la pertinacia de los que deseaban perseguir a Esteban está bien señalada en los Hechos de los Apóstoles: tomados de odio, se levantaron para discutir sofísticamente con él y atacarlo. Es el segundo lance.

San Esteban
San Esteban - Catedral de San Julián - Le Mans - Francia

Sin embargo, sus opositores no pudieron resistir a la sabiduría y al Espíritu con los cuales Esteban hablaba. De tal modo que, después de haber obrado prodigios, él también argumentó de forma maravillosa, confundiendo completamente a los malos y dejándolos sin palabras con qué replicar. Y los que odiaban los milagros, detestaron aún más sus argumentos.

Se trataba, pues, de una ira creciente, a medida que San Esteban iba manifestando las excelencias depositadas por Dios en su alma. Como vimos, la primera manifestación de esa grandeza maravillosa son sus hechos prodigiosos, contra los cuales se declaró la saña de los adversarios en forma de discusión. Habiendo argumentado el santo de forma incontestable, les aumenta el rencor gratuito con relación al bien en cuanto bien.

No es otra la razón de esa rabia. Se engañaría quien pensase que la misma surgía porque San Esteban fue inhábil, porque cometió algún equívoco o porque no entendieron algo de lo que dijo.

Ellos comprendieron perfectamente, se dieron cuenta de las maravillas que Esteban obraba y oyeron argumentos contra los cuales no tenían respuesta. Entonces lo odiaron, porque era bueno y sin error.

A propósito, es semejante el procedimiento de muchos fautores del mal. Atacan el bien y la verdad porque no pueden soportarlos. Y entre más grande sea la manifestación de la verdad y del bien, mayor es el odio que suscita en los malos. Esos que se mostraron hostiles a San Esteban eran de la misma laya de los que decidieron la muerte de Nuestro Señor, de los que prefirieron a Barrabás al Cordero inmaculado; el ladrón, el facineroso fue considerado más simpático, más atrayente y agradable que Nuestro Señor, por causa del amor al mal.

En estos episodios se hace patente la iniquidad y la malicia del pecado de aquellos a los cuales la Escritura llama de «hijos de las tinieblas», de los que no cometen la falta por flaqueza o debilidad, sino scienter et volenter.

De aquellos que aborrecen el bien que no observan y se complacen con el mal que practican, y profesan una doctrina mala en virtud de la cual detestan la buena causa, porque saben que es benéfica.

¿San Esteban habría sido imprudente?

Martirio San Esteban (Parroquia La Concepcion) La Orotava - Spain Canarias Tenerife
Martirio San Esteban (Parroquia La Concepción) La Orotava - España

Prosiguiendo, la narración sagrada nos evoca la actitud de San Esteban, que «elevó los ojos al Cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, de pie a la derecha de Dios, y dijo: «Veo el Cielo abierto y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios».

Es interesante hacer aquí una composición de lugar, e imaginar el modo como San Esteban exteriorizó esa magnífica afirmación. Pudo haber sido de tal manera que los oyentes percibieran toda su veracidad, y vieran que él tenía razón. ¡Relucía en él tal reflejo de lo que decía, una evidencia tan elevada de la autenticidad de lo que hablaba, que sus palabras eran irrechazables!

Ese hecho nos hace acordar de otro, ocurrido en el siglo XIX y comentado por Dom Chautard. Cuenta él que un abogado estuvo en Ars para asistir a un sermón de San Juan Bautista Vianney. Después, al ser interrogado por sus amigos acerca de lo que había presenciado en esa ciudad, exclamó: «Vi a Dios en un hombre».

¡Ahora bien, si eso se dio con San Juan Vianney, imaginemos cómo San Esteban, en el momento de su éxtasis, estaría rebosante de sobrenatural! Fue un resplandecimiento de gracia mística tan inmenso que sus perseguidores no lo pudieron soportar, y crecieron en odio al punto de resolver matarlo.

Se podría preguntar si San Esteban no fue imprudente al enfrentar de ese modo la ira de los malos.

¿No hubiese obrado mejor si se hubiese ido, sin forzar, por así decir, a aquella gente a cometer un asesinato sacrílego? Él, por el contrario, cada vez se afirmó más, aumentando la rabia de sus contendores, hasta que llegaron al homicidio.

Este crimen no ocurriría y Esteban no perdería su vida de apóstol, si hubiese huido. ¿No habría procedido, por lo tanto, de forma más sapiencial si se hubiese quedado quieto y tratase de escapar?

La primera respuesta a esa pregunta la encontramos en la propia Escritura: San Esteban estaba lleno del Espíritu Santo. Por lo tanto, actuaba correctamente, bajo la inspiración divina. El hecho es que él estaba involucrado en una lucha cuyo desenlace era incierto. En esa pugna, él intentaba con insistencia penetrar en aquellas almas por medio de una nueva maravilla que obraba. Para conmoverlas y conquistarlas, él fue afirmando verdades cada vez más elevadas. Cuando alcanzó el ápice de su apostolado, sus interlocutores, empedernidos en rechazar lo que San Esteban decía o hacía, cometieron el asesinato.

El método apostólico que él empleó fue perfecto. Trató de tocar esos corazones, de iluminar aquellas inteligencias. A cada rechazo, él respondía con una misericordia más grande, dejaba rebosar de lo íntimo de su ser una gracia más intensa, expresaba un argumento más fulgurante, realizaba un prodigio más admirable. Hasta el punto en que ellos rechazaron todo.

Su actitud fue altamente sabia y apostólica. Él podría haber convertido a aquellos hombres si ellos hubiesen abierto sus almas al efecto de la acción saludable de la santa víctima.

Sin embargo, no quisieron ceder a la bondad y la virtud de Esteban. Se irguieron contra él y sólo callaron cuando perpetraron el ignominioso asesinato.

La muerte plácida de los justos

San Esteban
San Esteban - Basílica de Ntra. Sra. de Luján - Argentina

Lo cometieron – describen los Hechos de los Apóstoles – después de lanzar grandes gritos y de «taparse los oídos», como se acostumbraba a hacer frente a alguien que profiriese una blasfemia. Y con un odio que los movía a todos, se lanzaron contra San Esteban, apedreándolo mortalmente. Podemos imaginar que la saña de los malhechores crecía a medida que el primer mártir de la Iglesia tomaba actitudes cada vez más sublimes, mientras las piedras caían sobre él.

Un detalle curioso destacado por la Escritura es que «los testigos dejaron sus capas a los pies de un hombre llamado Saulo». Saulo, el futuro San Pablo, era en aquel tiempo un fariseo y perseguidor encarnizado de los cristianos.

La vida de San Esteban se va extinguiendo bajo la brutalidad de la lapidación.

Tratemos de imaginar esa escena maravillosa. Él, cual segundo Cordero de Dios, con los ojos vueltos hacia el cielo, herido y vertiendo sangre por todo su cuerpo, con contusiones horrorosas, hace apenas esta oración: «Señor Jesús, recibe mi espíritu», «Señor Jesús, recibe mi espíritu».

¡Qué impresión extraordinaria debía causar esa actitud en las almas buenas!

Y «luego, cayendo de rodillas, gritó con voz fuerte: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado».

Por lo tanto, la primera oración – «Señor Jesús, recibe mi espíritu» – él la dijo de pie. Pero, naturalmente, encorvado por la violencia de las pedradas, no pudo mantenerse más erecto.

Cayó de rodillas, y en esa postura tan supremamente conveniente para la oración, pidió a Nuestro Señor que no les tuviese en cuenta ese pecado. O sea, todavía con voz fuerte, rogaba el perdón para sus propios agresores. En el auge de la tragedia dice una frase de una simplicidad y de una serenidad sublimes.

«Y con estas palabras, durmió en el Señor.»

Todo se acabó y llegó la muerte plácida de los justos. La tormenta se había transformado en un sueño, el martirio estaba consumado, él dormía en Dios. Al exhalar el último suspiro, aquel hombre todo ensangrentado, ciertamente habrá tenido una expresión fisionómica tranquilísima. Su alma subía al Cielo.

¡Cómo ese martirio es digno de ser el primero de la Historia de la Iglesia, ejemplo para los demás holocaustos de los que murieron dando testimonio de su fe en Cristo Jesús, Señor Nuestro!

Autor : Plinio Corrêa de Oliveira

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