Cuando se retiró, Teodoro y su esposa se miraron en silencio. Preocupados con las blasfemias proferidas por Alfonso a lo largo de la conversación, pidieron perdón a Dios por él. Esa misma noche Bussières buscó a su íntimo amigo, el Conde Augusto de La Ferronays –católico fervoroso y embajador de Francia en Roma–, para contarle lo sucedido y pedir oraciones por la conversión de Ratisbona.
“Tenga confianza, que si él reza el ‘Acordaos’, la partida está ganada”– respondió La Ferronays, que rezó con empeño por la conversión del joven israelita; y existen indicios de que hasta haya ofrecido su vida por esa intención.
En cuanto a Alfonso, llegó fatigado al hotel y leyó la oración maquinalmente. Al día siguiente, descubrió sorprendido que la plegaria había tomado cuenta de su espíritu. Más tarde escribiría en su relato: “No podía defenderme. Esas palabras regresaban sin cesar, y yo las repetía continuamente”.
Entre tanto, Bussières fue a visitarlo al hotel. Un impulso profundo lo empujaba a seguir insistiendo, seguro que tarde o temprano Dios abriría los ojos de Alfonso. Al no encontrarlo, le dejó una invitación para volver a su casa por la mañana. Y el joven acudió a la cita, pero lo previno:
–Espero que no me venga con aquellas conversaciones de ayer. Sólo vine a despedirme, pues esta noche parto a Nápoles.
–¿Partir hoy? ¡Jamás! El lunes habrá un pontifical solemne en la Basílica de San Pedro, y usted tiene que ver al Papa oficiando.
–¿Qué me importa el Papa? Yo partiré – replicó Alfonso.
Bussières transigió, insistió, prometió llevarlo a otros sitios pintorescos de Roma y terminó por convencerlo de atrasar la partida.
Y así fue como estuvieron visitando palacios, iglesias, obras de arte. Aunque las conversaciones entre ambos fueron triviales, el infatigable apóstol tenía la convicción de que un día Alfonso sería católico, aunque debiera bajar un ángel del cielo para iluminarlo. Esa noche falleció inesperadamente el Conde de La Ferronays. Bussières marcó su encuentro con Ratisbona para la mañana siguiente frente a la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte. Cuando llegó, le comuni có el deceso del Conde y le pidió que
aguardara unos minutos dentro de la iglesia, mientras él iba a la sacristía para ocuparse de algunos detalles relativos a las exequias.
El joven hebreo permaneció de pie en el templo, mirando impávido en torno a sí, sin prestar atención. No podía pasar a la otra nave debido a las cuerdas y arreglos florales que obstruían el corredor.
Bussières regresó poco después, y al comienzo no pudo localizar a su amigo. Observando mejor, lo descubrió arrodillado frente al altar de San Miguel, bastante lejano al sitio donde lo había dejado. Se acercó y lo tocó varias veces, sin lograr que reaccionara. Finalmente, el joven se volvió hacia él, con el rostro bañado en lágrimas y las manos juntas, diciendo: “¡Oh, cuánto rezó este señor (La Ferronays) por mí!”