La madrugada del 2 de enero del año 40, el apóstol Santiago salió del recinto amurallado de Cæsaraugusta para ir a la orilla del río Ebro a rezar los salmos del Dios verdadero, costumbre judía que los primeros cristianos aún conservaban.
Seguramente estaría pensando en el desdén con que los habitantes de aquella ciudad, inmersos en el paganismo y en el vicio, despreciaban la invitación a la verdadera vida.
Había llegado el momento escogido por la Providencia para marcar por los siglos a una nación entera.
De repente, una intensa luz envolvió el ambiente y una gran multitud de la milicia celestial se hizo visible. Pero aquella fabulosa visión, que contrastaba con la dura prueba por la cual estaba pasando el apóstol, no era sino el marco de lo que vendría enseguida.
María Santísima, la Madre de Jesús, que aún estaba viva y moraba en Jerusalén, llegaba sobre una nube traída por manos angélicas hasta el sitio donde se encontraba Santiago.
Junto a Ella, otros espíritus celestiales portaban una columna de jaspe, de la altura de un hombre y de un palmo de diámetro. La pusieron en el suelo y la Virgen se posó sobre ella, saludando con afecto al intrépido apóstol, que contemplaba extasiado el inaudito espectáculo.
Por un singular privilegio, Santiago iba a recibir directamente de los labios de Nuestra Señora el consuelo y ánimo que necesitaba para continuar con determinación su batalla, seguro de que las dificultades del momento constituían tan sólo una prueba cuya superación le traería abundantes frutos espirituales.
Y como prenda de este celestial mensaje, Nuestra Señora quiso dejarle al hijo de Zebedeo el pedestal sobre el que había pronunciado palabras semejantes a estas:
“Mira esta columna en que me asiento. Sabe que mi Hijo la ha enviado desde lo alto por manos de los ángeles.
En este lugar la virtud del Altísimo obrará prodigios y milagros admirables por mi intercesión y reverencia a favor de aquellos que imploren mi auxilio en sus necesidades, y la columna permanecerá en este lugar hasta el fin del mundo, y nunca faltarán en esta ciudad fieles adoradores de Cristo”.
Concluida la celestial e inesperada visita, Santiago se encontró nuevamente a solas con sus discípulos.
Podemos imaginar la alegría que se apoderaría de aquel reducido grupo de cristianos: la Madre de Dios había ido a consolarlos en la tribulación, dejándoles un peculiar símbolo del que, como fruto de su apostolado, debería ser la fe inquebrantable de aquel pueblo.